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Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800

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EL COMPENDIO DEL SABER
Marcelino Izquierdo Vozmediano

Fábula Nº 15, p. 24-31

     El cartero llamó una vez. Llamó dos veces, pero nadie contestó. El aviso de Correos se coló bajo la puerta como un mensaje subrepticio y allí permaneció, durante horas, naufragando en el olvido de la ajada tarima.
     Pese a sus setenta y cinco años, la informática no se había burlado de Fulgencio Miranda, como les sucedía a los de su generación. Muy al contrario, pasaba las noches en vela frente a un viejo ordenador, dejándose la retina en la deslumbrante pantalla y las neuronas, una a una, enganchadas entre megas, hojas de cálculo, CD-ROM culturales o juegos interactivos. Lamentaba, sin embargo, que su antediluviana computadora le impidiera conectarse a Internet, esa red mágica y alienante que todo parece saberlo, pues, además, la extra de Navidad todavía quedaba bastante lejos.
     Fue su perro, Pantaleón, así bautizado en honor a las visitadoras de Don Mario, quien topó su hocico con el sellado impreso y, sabedor de la desidia de su dueño, lo transportó entre las fauces hasta el dormitorio. Ante la insistencia de su mascota, el anciano cogió el papel, no sin cierta desgana, y lo depositó sobre la cómoda, junto al retrato enmarcado en plata de Rosita Gabaldá, aquel amor de pubertad que la viruela truncó.
     -Se habrán equivocado -farfulló el anciano.
     Fue Fulgencio un revisor de la vieja escuela: amable con los pasajeros de bien e inflexible con aquéllos que osaran perturbar el metódico discurrir del viaje. Durante décadas, había surcado España miles de veces y, sin embargo, nada apenas conocía de aquel paisaje ajeno al trazado de las vías del ferrocarril. Y, a veces, ni eso, pues, cuando los viajeros no precisaban de sus servicios, se zambullía entre las decimonónicas aventuras de Baroja, dialogaba con los atormentados personajes de Conrad, sufría el neopesimismo de Cela, respiraba el claustrofóbico terror de Poe o reflexionaba con la filosofía certera de Calderón de la Barca. Ni el inmisericorde traqueteo del tren se atrevía a quebrar tan compulsiva lectura. Era su mundo, un mundo de soledad en compañía ajena, que no estaba dispuesto a compartir con nadie.
     La jubilación le llegó sin apenas darse cuenta, como un inesperado oasis que brinda tiempo para leer y sosiego para vivir. Eligió una destartalada buhardilla de la calle Hartzenbusch, uno de sus escritores románticos favoritos, para emboscarse entre libros hacinados, polvorientas estanterías y anónima identidad. Apenas hablaba con nadie, hasta el punto de que su fox terrier , un perro tan listo como inquieto que fue perdiendo energías a medida que sus músculos se atrofiaban de tanta inacción, era uno de los pocos seres vivos que reconocía el timbre de su voz.
     Una noche, caminaba una vez más por la Avenida Nevsky junto a Ana Karenina, con Tolstoi como cicerone, cuando los ladridos de Pantaleón le trasladaron de San Petersburgo a Madrid en apenas un instante. Dejó Fulgencio el volumen sobre una mesita atestada de tazas tiznadas de café, se acercó a la puerta e intentó calmar al animal, que ladraba y se removía como si un terror atávico le dominase. No sin cierto desasosiego, levantó todos los cerrojos que le custodiaban del mundo exterior y giró el pomo. Los goznes chirriaron con estrépito, amplificados por el eco de la escalera y por ese silencio que únicamente la madrugada es capaz de propalar.
     - ¿Hay alguien ahí?- musitó, al tiempo que Pantaleón zigzagueaba por el pasillo buscando refugio.
     Fue entonces cuando se percató de que una enorme caja de cartón ocupaba el centro de su rellano. Trató de ignorarla. Pensó, incluso, en cerrar la puerta, pero la curiosidad se lo impedía. ¿Qué hacer? El paquete no llevaba ni dirección ni remite. Titubeó durante largo tiempo, apoyada su mano sobre quicio, tanto, que las primeras luces del alba traspasaron la claraboya del techo. Sólo cuando el perro regresó a su lado, gimiendo y con las orejas gachas, tomó una decisión.
     Antes de abrirla, su mente exploró un millón de posibilidades por las que la caja pudiera haber desembocado en su puerta, y no en otra; mas, al contemplar el moderno ordenador incrustado entre los moldes de corcho sintético, no se pudo resistir.
     Como si de una novela de Tolkien se tratara, se adentró con fruición en la tan densa como pragmática metodología del voluminoso libro de instrucciones y, en apenas unas horas, colocó el monitor sobre el CPU, desbrozó el entramado de cables y conectó el enchufe a la red eléctrica.
     - ¡Funciona, Pantaleón, funciona!
     Al principio, lectura e Internet compartieron noche y día como amantes mal avenidas, pero la insolente juventud de su nueva compañera terminó por conquistar al viejo Fulgencio. Tan cómodo se había tornado desde su jubilación, recluido en el angosto universo de su autocomplacencia, que prefirió traicionar a su fiel esposa por otra que le exigiera menor imaginación y esfuerzo intelectual.

     Odiaba salir de casa. Había adquirido la costumbre de comprar por teléfono casi todo lo necesario aunque, haciendo un exceso, a veces sacaba a Pantaleón de paseo por la Glorieta de Bilbao y, de regreso, degustaba una caña en la cervecería enfrentada a su portal, quizá también porque se llamaba Hartzenbusch. Sin embargo ahora estaba obligado a ir más lejos. El aviso de Correos refulgía, sobre la cómoda, cual faro entre las tinieblas, y hasta los mortecinos ojos de Rosita Gabaldá parecían tener clavadas sus pupilas en él.
     Regresó de Correos tan rápido como pudo, agobiado por ese agosto madrileño que exprime, inmisericorde, hasta la última gota de sudor. Estaba ansioso por inspeccionar el misterioso paquete que, por azar, le perseguía como si fuera su verdadero dueño. Mas su entusiasmo se tornó en sorpresa cuando comprobó que la dirección escrita sobre el envoltorio era la correcta, pero no así su destinatario: Doctor don Ezequiel de Ochagavía. No le era un nombre extraño. Muy al contrario, así se llamaba el anterior propietario de la buhardilla, un siniestro dermatólogo de luenga y encanecida barba, que desapareció de Madrid adeudando medio año de renta y sin dejar dirección conocida.
     Apenas hubo traspasado la puerta de su vivienda, rompió la caja, inquieto, y extrajo de su interior un CD que llevaba por título, en letra gótica, El Compendio del Saber. Su corazón comenzó a latir más aprisa cuando se cercioró de que la fecha de envío, sellada sobre el cartón, era anterior a la inopinada desaparición del doctor Ochagavía. No sin cierta desconfianza, introdujo el 'compacto' en la disquetera de su ordenador y, al albur, pulsó varios nombres en el teclado: Pablo Picasso, Carl Orff, Henry Miller, Enrique VIII, John Huston, Buenaventura Durruti, Tales de Mileto... Cual enciclopedia abreviada, a cada palabra requerida correspondía un sucinto texto que, en el mayor de los casos, no superaba las cinco líneas. Dos días, con sus dos noches, permaneció Fulgencio Miranda ante la pantalla, alimentado únicamente por la curiosidad de la sabiduría y por algún que otro desaborido bocadillo, hasta que el cansancio forzó su error. Quiso recordar a Marlene Dietrich, aquella valquiria de celuloide que había subyugado su adolescencia, pero los dedos perdieron su norte y teclearon el nombre de Diana; una retahíla de homónimos pobló la pantalla.

     Diana: Apelativo de la 'estrella' Venus.
     Diana: Toque militar que despierta a la tropa.
     Diana: Antigua diosa mitológica.
     Diana: Hija natural de Enrique II de Francia.
     Diana: Princesa de Gales.
     - ¡Qué curioso! -miró a Pantaleón que, en un eterno duermevela, permanecía a sus pies desparramado sobre la alfombrilla- ¡También sabe quién es Lady Di!
     Pero, al contemplar de nuevo el monitor, se le erizó el vello: "Casada con Carlos de Inglaterra, Diana de Gales se divorció años más tarde y falleció en un accidente de tráfico ocurrido en París el 31 de agosto de 1997".
     Fulgencio se incorporó violentamente de la butaca, como si hubiera visto al mismísimo Belcebú, comprobó la fecha en el calendario clavado en la pared y comenzó a temblar como un niño amedrentado:
     - ¡Hoy es 30 de agosto de 1997...!
     Aturdido aún por tan terrible premonición, desconectó el ordenador y buscó refugio entre las sábanas. Tardó en conciliar el sueño, pero tantas horas de vigilia terminaron por eclipsar su conciencia. Cuando despertó, sin embargo, tuvo la extraña sensación de apenas haber dormido. Se equivocaba. Eran las doce del mediodía. Una ducha fría y un café caliente le devolvieron el ánimo hasta que, de forma maquinal, conectó una vieja radio de válvulas, mercada años atrás a un chamarilero del Rastro.
     La muerte de la princesa Diana golpeó el corazón y hasta el alma de Fulgencio Miranda con contumaz perversión. No se atrevía ni a acercarse al ordenador, le aterraba escuchar la radio y era incapaz de concentrarse en la lectura. Incluso, esos síntomas de agorafobia, que a veces le impedían traspasar el umbral de su vivienda, se transformaron en una devoradora obsesión que hundía su cordura en la zozobra más absoluta. Pantaleón era la única vía de escape y con él charlaba, día y noche, en un absurdo monólogo, hasta que la calma regresó al fin a su mente, atenuado el desvarío por el transcurso del tiempo. Se atrevió, por fin, a ojear un libro que ahuyentara sus atormentados pensamientos y halló en Steinbeck y en su delicada perla de lejanos mares un eficaz antidepresivo.
     Sujetando con fuerza la correa de Pantaleón, como quien se agarra a una endeble cuerda para no caer a un abismo insondable, abandonó Fulgencio su guarida. Tembloroso, descendió las escaleras peldaño a peldaño aunque, poco a poco, fue comprobando con satisfacción que sus pies recuperaban la confianza perdida a cada paso que daban. Pero, apenas hubo recorrido trescientos metros de la calle Fuencarral, se topó con un quiosco de prensa. Trató de resistirse al sugerente reclamo de los periódicos, cuyas portadas parecían susurrar cantos de sirena para marineros -como él- extraviados, mas la curiosidad, otra vez la curiosidad, le hizo perder el rumbo y un destacado titular se clavó en sus retinas como una saeta envenenada: "Fallece la Madre Teresa de Calcuta".
     Echó a correr en busca de la calle Hartzenbusch, arrastrando consigo al desorientado can, que se resistía a regresar a casa sin tan siquiera haber alzado la pata un par de veces.
     Al igual que ocurriera con Lady Diana Spencer, El Compendio del Saber también había vaticinado que Teresa de Calcuta moriría, esta vez con fecha de 5 de septiembre y a la edad de ochenta y siete años. Durante un buen rato permaneció Fulgencio ante el ordenador, con la vista anclada en la pantalla y la mente perdida entre un marasmo de confusas ideas.
     -Si este disco del averno conoce el destino de personajes ilustres, a lo mejor también sabe el mío- se interrogó en voz alta. Con la mirada aún perdida en el horizonte de la turbación, tecleó su apellido de forma instintiva y el monitor se convirtió en una pastosa sopa de letras:
     Miranda: Municipio de la provincia de Lugo.
     Miranda: Río de Brasil.
     Miranda: Valle panameño.
     Miranda de Arga: Municipio de la provincia de Navarra.
     Miranda: Fray Bartolomé.
     Miranda: Vizconde de...
     Repasó una y otra vez los cientos de Mirandas que aparecían en la enciclopedia informática, pero él no aparecía. Se fijó entonces en Miranda de Ebro: "Importante nudo ferroviario enclavado en la provincia de Burgos y limítrofe con Álava y La Rioja". Su memoria voló casi medio siglo atrás, apenas aprobadas las oposiciones, cuando, quizá por primera vez, contempló la estación de Miranda de Ebro desde la ventanilla del tren. Eran tiempos de penuria y estraperlo, en el desierto de una posguerra que parecía no tener fin.
     Los más veteranos ferroviarios ya le habían advertido de los trapicheos que matuteros de medio pelo empleaban para ocultar sus mercancías y evitar, así, a los inspectores de aduanas: legumbres escondidas en fundas de guitarra; tiras de lomo pegadas a la piel, bajo la ropa, cual cinturones de solomillo; pan blanco revuelto con la ropa de una maleta; garrafones con el gollete obturado que, en vez de contener agua bendita de Lourdes, llenaban su panza con dorado aceite de oliva, y hasta chalecos de lienzo o de hojalata, camuflados bajo amplios abrigos, que se convertían en auténticas despensas ambulantes.
     Apenas se hubo alejado el convoy de la estación mirandesa, observó Fulgencio cómo una muchacha joven, como él lo era entonces, se removía en su asiento, nerviosa, mientras amamantaba a su bebé. Trató de resistirse, pero esos ojos tan verdes como huidizos, esos labios de cereza madura, esos rizos salvajes que se desparramaban sobre la amarfilada piel, le atraparon. Avanzó hacia ella, con sigilo, para no asustar al pequeño, mas cuando la joven se percató de su presencia, la zozobra que le invadía se transformó en pánico.
     -"No se preocupe, señorita, que no le voy a pedir el billete", le susurró.
Sus palabras, sin embargo, no la calmaron. La muchacha rompió a llorar y, en su desconsuelo, el chal que envolvía al niño se le escurrió de entre las manos, dejando al descubierto una enorme vejiga rellena de buen vino de Rioja. Azorado, Fulgencio arropó a tan singular criatura y huyó hacia el vagón más lejano.

     Enfrentado a ese El Compendio del Saber, para el que no parecía haber secretos, ni pasados, ni presentes, ni futuros, una frase remarcada en rojo le hizo olvidar aquella embarazosa anécdota de revisor novato: "Miranda de Ebro sufrió el 12 de septiembre de 1997 un trágico accidente ferroviario. El suceso tuvo lugar a las 10:27 de la mañana...".
     Cuando quiso pasar de página, alentado por la curiosidad y la angustia, comprobó con desesperación que el ordenador se había bloqueado. Una "bomba", como denominan los expertos en su desasosegante argot a esas averías tan inexplicables como exasperantes, le impedía conocer los detalles de la catástrofe. Trató de reiniciar el programa, pero el CD-ROM era expulsado de la disquetera cada vez que intentaba acceder a su banco de datos.
     Pareciera como si algún arcano designio le impidiera seguir sondeando el futuro y, de esta forma, pudiera caer en la tentación de modificarlo a su antojo. Aunque la enciclopedia vaticinara la muerte de Diana antes de que ocurriera, su incredulidad, la incredulidad de un viejo tan temeroso como metódico, había impedido a Fulgencio evitar la desgracia. Ahora, sin embargo, todavía estaba a tiempo.
     La desesperación del anciano se elevaba a cotas de locura cada vez que miraba las manecillas del reloj, incapaz de volver a adentrarse en los vericuetos de El Compendio del Saber, hasta que el hambriento Pantaleón le sacó del atolladero. El voraz can, imitando a aquel intuitivo congénere que hiciera famosos a Pavlov y a su campana, se acercó con el inalámbrico babeando entre los dientes. Nunca le había fallado: primero era el teléfono; luego, la comida.
     - Eso es, chico listo -acarició Fulgencio al animal, que agitaba su cola con brío, y marcó el número de la oficina central de Renfe. Pantaleón maldijo, aun sin saberlo, a Pavlov, a su campana y a su irrefutable experimento.
     Al principio no le creyeron. Y no era para menos. Se trataba de una historia tan fantástica que más parecía un relato de Isaac Asimov o de Ray Bradbury que una hipótesis plausible, sobre todo si se sustentaba en un CD que ni los más cualificados informáticos eran capaces de desbloquear. La insistencia de un alto cargo, que en tiempos había trabajado junto a Fulgencio y sabía de su profesionalidad, bastó para que la compañía tomara, ese 12 de septiembre, ciertas precauciones que no causaban graves trastornos y que anulaban cualquier riesgo innecesario, por increíble que éste pareciera. El accidente nunca ocurrió.
     Durante meses, a Fulgencio le había asaltado la duda de si el suceso de Miranda se hubiera producido de no mediar su advertencia, hasta que un día, de nuevo por azar, tomó entre sus dedos El Compendio del Saber. Sin esperanzas de que funcionara, introdujo el CD en el ordenador y, para su sorpresa, el programa se activó con insultante normalidad.
     -"Maldito disco", aulló, desesperado, al tiempo que tecleaba las tres palabras mágicas: "Miranda de Ebro: Importante nudo ferroviario enclavado en la provincia de Burgos y limítrofe con Álava y La Rioja". Por mucho que movió el cursor, por mucho que releyó el texto, nada encontró sobre la premonitoria catástrofe.
     Todos los días, sin excepción, volvía a revisar el CD en vano. "Me habré vuelto loco", pensaba con frecuencia, hasta que una tarde, apostado frente al ordenador, El Compendio del Saber le dio una sorpresa: "Miranda, Fulgencio:".
     Era él, sin duda. El jubilado concentró su atención en el monitor como si en ello le fuese la vida y, de repente, se incorporó tan aprisa que su perro apenas pudo seguirle.
- ¡Vamos, Pantaleón! -exclamó, con los ojos desorbitados- ¡Tenemos mucho qué hacer y apenas nos queda tiempo!
     Era Carlota una muchacha ajena a su tiempo. Solitaria y taciturna, se enclaustraba en la buhardilla que sus padres le alquilaran en la calle Hartzenbusch y, entre sus tabiques, pasaba las horas muertas leyendo a los clásicos mas noveles: Javier Marías, Paul Auster, Muñoz Molina, Bryce Echenique, Italo Calvino o Luis Landero, mientras sus compañeros de Universidad se zambullían en el hiperespacio de la promiscua -aunque ya algo anticuada- tela de araña, arruinaban sus neuronas -y los ahorros de sus padres- con onerosas ciberexpeciencias telepáticas o disfrutaban del sexo o la violencia virtuales en cualquier garito megabit de la ciudad. Pero lo que más atraía a Carlota, a sus apenas veintiún eneros, era el enigma de lo sobrenatural. No había libro de Antonio Ribera, Erich von Daniken, Charles Fort, Peter Kolosimo o Juan José Benítez que no hubiera devorado con enfermiza pasión, pese a que casi todas las teorías de estos santones del siglo XX se derrumbaron como castillos de naipes cuando la nave Discovery 451, años atrás, traspasara la barrera de la luz y conquistara lejanas galaxias.
     Una mañana, al regresar de la Facultad de Estudios Parapsicológicos, la joven recogió de su casillero un desvencijado paquete que, si bien lucía la dirección correcta, estaba a nombre de un tal Doctor don Ezequiel de Ochagavía. Vaciló unos instantes sobre si devolverlo al robot de zona que repartía el correo o, por el contrario, abrirlo sin pudor alguno; mas el misterio acabó doblegando su civismo tras comprobar que la fecha de envío databa de 1998. ¡Cuarenta años atrás!
     Se trataba de un polvoriento CD-ROM, similar a las antiguallas que de niña contemplara en el Museo de la Tecnología, y que, en letra gótica, llevaba por título El Compendio del Saber II. Sólo halló en la Ciberhemeroteca Municipal ordenadores capaces de descodificar tan inveterado disco y, entre sus gruesos volúmenes, resquebrajados microfilmes y desclasificados compactos, permaneció Carlota, durante días, intentando desentrañar el origen del esotérico CD. Por fin, cuando su paciencia amenazaba con agotarse, surgió, de forma sorpresiva, un holograma en tres dimensiones con una palabra remarcada en rojo que nada tenía que ver con la que ella había solicitado.
     Carlota pulsó la tecla 'intro' y la información inundó la pantalla virtual: "Miranda, Fulgencio: Notable experto ferroviario, cuyas investigaciones han hecho de la red nacional de trenes la más segura de todo el mundo. En los últimos años de su vida evitó más de una decena de accidentes ferroviarios de envergadura, entre ellos la colisión del electrotrén Bilbao-Barcelona, atestado de viajeros contra un convoy de mercancías que transportaba explosivos hacia las minas de Asturias. Tres lustros después de su muerte, el 23 de abril del año 2017, fue homenajeado Fulgencio Miranda por los directivos de RENFE y erigido un busto en su honor frente a la estación del ferrocarril de Miranda de Ebro".


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Última modificación: 19-07-2017 11:21
 
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